Desde la mítica cesta de Moisés o canasta en el río Nilo, con bebé envuelto, ha llovido bastante. La historia sagrada nos dejó un bebé recién nacido, envuelto en telas, envoltorio de bebés aún utilizado por las madres actuales en variadas culturas, para relajar a sus hijos y favorecer el sueño.
La cesta o canasta de maternidad se une a muchos grabados de todas las épocas con pico de cigüeña. Como hermana mayor, observé cómo mi madre iba completando una cesta, esta vez sin pico y sin cigüeña, pues ya era una algo mayor para el gran descubrimiento de la vida y de que las aves no ayudaban tanto a las mujeres en el quehacer femenino de dar luz y vida. Ella iba dejando pañales de tela, trajecitos, botitas recién tejidas con lana de colores pastel, porque no estaban las ecografías disponibles para adivinar lo masculino o femenino de la venida.
Otra cesta importante llegaría a mis manos tras el nacimiento, la del famoso suministro que desde las casas de maternidad regalaban a madres parturientas: leche, azúcar, harina…, productos alimenticios que para nada se despreciaban, era necesario acudir a por ellos cada semana. Se llamaba el “suministro”, algo así como las cestas sociales actuales de la inflación, importantes para la supervivencia, sin falsa humildad, sin vergüenza, aunque estuviera unido en los años sesenta y setenta con la definición especial de “víveres para tropas, penados y presos”. Cierto que eran víveres, pero ni para tropas, (pequeña tropa), ni para presos, ni para penados, aunque quizá algo de pena sí que había al colocarnos en la fila de los “apenados” y recoger lo que se daba como limosna, como complemento o alimento para sacar a la chiquillería a flote, en comidas y en cenas, ahí es nada con los sacrificios que se hacía en esa época.
Un tiempo en el que te contaban historias de otras cestas de no “suministro”, sino cestas de Caperucita, para paliar enfermedades de otros necesitados, los mayores, en esa cesta de cuento grandiosa, se colaban productos básicos y, aunque la anciana andaba lejos, la leche y los dulces que llevaba su nieta eran más que suficientes para curarla. Pero, ¡ay del lobo si pillaba esa cesta antes! Todas las cestas son algo problemáticas, misteriosas, monstruosas: la de Caperucita, la del suministro de maternidad, la de los bebés de cigüeña, la que se comía el lobo, con lo grandes que son los lobos y las cigüeñas, aunque algunos vengan con cara de cordero.
Menos mal que se salvaba la Cesta de Navidad, era una cesta mágica, no llegó a esa perdida infancia, aunque era tan generosa que la veías en el escaparate y te prometías un festín gastronómico.
Ahora llega la cesta de la supervivencia y la inflación, con las proteínas de siempre, unidas a legumbres sin carne ni pescado, no válida para hipertensos, sí para especiales para celiacos. Treinta productos, treinta euros, otra nueva cesta lista para probar. Como las natillas, repetimos.