Los ladrones de la calle Mayor

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Ediciones Palabra S.A.
Colección “La Mochila de Astor” Serie Roja, nº 17
Madrid 2000
Ilustradora: Aurora Losada
Págs. 125
Edad recomendada: A partir de 10 años


“Por un duro una sonrisa”. Así pide Miki unas monedas a todo el que pasa por la calle Mayor. Porque la prisa pone a la gente triste. La sonrisa, por el contrario, pone las caras alegres y redondas. Miki hace negocios sorprendentes, como el que propuso a David, un chico que vivía en la misma calle, un día de lluvia: le cambió el aburrimiento por un paraguas. Así comenzó una amistad que pronto se vio amenazada por una cadena de robos en las tiendas de la calle Mayor. ¿Era Miki uno de los ladrones?


COMIENZO DEL LIBRO

LOS LADRONES DE LA CALLE MAYOR
POR UN DURO UNA SONRISA

Miki pedía unas monedas a todo el que pasaba por la calle.

– A ver este joven que tiene cara de compartir conmigo unos durillos.

El joven pasó de largo sin levantar siquiera la cabeza.

– Seguro que este abuelo se busca en el bolsillo y me ayuda esta tarde.

– El abuelo lleva los bolsillos vacíos – dijo el anciano encogiéndose de hombros.

– ¡No importa! Otra vez será.

Pero Miki no se daba por vencido.

– ¿Esta mamá lleva algo de calderilla?

La señora empujó con más fuerza el carrito del bebé, esquivando a Miki.

– Bueno, bueno que no hay que ponerse así. Yo no me como a nadie. ¿El señor quiere socorrer a un colega en paro? – dijo mostrando la gorra a otro peatón que cruzaba la calle por detrás suyo.

Esta vez la cartera se abrió y unas monedas cayeron a la gorra.

Miki no se dio un respiro. Continuó con su política de «un duro, una sonrisa» que hasta ahora le daba tan buen resultado. Una sonrisa, un pequeño chiste, un comentario más o menos acertado y los viandantes mostraban su sonrisa más amplia.

La prisa pone a la gente triste y hace las caras alargadas. La sonrisa, por el contrario, pone las caras alegres y redondas como una carcajada. Eso lo conseguía el pobre de Miki cuando pedía. Interrumpía los inquietos pensamientos de los caminantes apresurados, para que se detuvieran frente a él y consideraran la suerte que tenían por no estar allí en la esquina, como él, pidiendo una limosna.

El petate era todo su equipaje. Lo había dejado en la puerta de la librería. Dentro llevaba ropa interior, una camisa vieja de repuesto, una cantimplora, un jersey, un pantalón, un peine, unas maquinillas de afeitar, un «tetra brik» de leche, unos pañuelos y algo de comida.

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