Un poeta llega a una nueva tertulia literaria del siglo XXI, no hay focos, no hay grandes escenarios, hay eso sí, ganas de estar con él, de que cuente a golpes de silencio y emoción lo que más duela, lo que más oprima al pecho y también, como contraste, lo que más le asombre y le dé vida.
En el día de después, en el que los libros fueron los mayores protagonistas por salir al aire libre, o viciado de lo literario, lejos quedaron las famosas tertulias madrileñas de los siglos XVIII, XIX y XX; incluso las primeras tertulias del Siglo de Oro visitadas por Cervantes o Lope de Vega, donde se tenía costumbre de ponerse un seudónimo relacionado con el amor, era cuando se confundía la bondad con el saber hacer poético, y cuando se comentaban las obras de teatro de los Corrales de Comedias.
Después vinieron tertulias como la de la Fonda de San Sebastián donde se comentaba de todo menos política. Igualmente se citaban a escritores rivales para verles discutir, eso les valía, y se despotricaba sobre poesía barroca, buscando defender la nueva poesía y el nuevo teatro. En el siglo XIX se suman los casinos y distintos espacios como el Cafetín del Príncipe con Larra y Espronceda y el Casino de Madrid. Comienzan los primeros recitales con música y casinos sin mujeres. Se cuenta la anécdota de Concepción Arenal, vestida de caballero para acceder a la Tertulia del Café Iris.
El poeta va a tener al menos dos contactos con sus lectores, en su tierra, por un nuevo libro, rodeado de su gente y otros creadores. Sabe que lo valoran, lo “aprovechan” cuando viene de lejos a mostrar su obra.
Suponiendo que una tertulia se puede hacer en cualquier parte, en una cafetería, un casino, ya con mujeres, incluso en la trastienda de alguna librería, donde también se hacen recitales, incluso en la rebotica de alguna farmacia, de cualquier pueblo, sencillo pueblo de primeros años del siglo XX en el lugar de Cervantes, de Don Quijote, es decir en Argamasilla de Alba.
Pero hay otros lugares tertulianos a citar como Café de Lisboa, Tertulia de la Cacharrería del Ateneo, Tertulia de Pombo, Cervecería de Correos, donde asistía García Lorca con su troupe de amigos de la Generación del 27, el Café Lyon, el Café Gijón de Gerardo Diego y Umbral, la Tertulia Hispanoamericana de Montesinos, el Café de Levante, el Café Comercial que tantas connotaciones tiene para mí, etc., por citar las tertulias más famosas que se han celebrado y siguen haciéndolo, algunas visitadas y estrenadas.
Luego están las tertulias literarias dialógicas de Iberoamérica, donde se confunde con una comunidad de aprendizaje, vinculada a los escolares y a la educación, parecidas a un club de lectura. También hay tertulias en capitales de provincia, en radio, en televisión…
La literatura se presta a todo lo que tiene que ver con la palabra dicha y escrita, incluso cantada y acompañada de instrumentos, por aquello de la musicalidad del verbo.
Y sí, actualmente, no diré afortunadamente, proliferan las tertulias por WhatsApp, no sé si muy dignas herederas de las del Siglo de Oro, me dejarán que tenga dudas y suspicacias ante tanto parapeto digital como del que estamos rodeados. El público tiende a preferir lo presencial, donde quizá nos mordemos los labios antes de insultar, hacer una mala crítica o perder el respeto a un compañero, por aquello de que todos estamos de premio Nobel hacia arriba.
En el Aleatorio, visitado en dos ocasiones hay buen rollo, no descarto volver. En la Tertulia Literaria Abierta de mi ciudad, también, volveré en cuanto pueda. Las tertulias son sanas aunque a veces no escuchemos frases aceptables sobre nuestra obra. Pero hay que ir. Si hemos de elegir entre aparecer una vez o escondernos ciento, tal vez estemos escribiendo escondidos lo máximo o pensando y reflexionando. Hay tanto que reflexionar con la palabra como centro de acción.
Pero algo ha ocurrido en literatura. Si nos hemos prodigado en abrazos, en palabras, en apariciones y postureo, es como que se necesita una cura de humildad ante el ego subido en rojo carmesí de autores, editores, programadores fatuos, palabras repetidas y poemas archisabidos.
Para que la literatura tenga razón de ser quizá debamos volver a la discreción, si alguna vez un poeta fue discreto, incluso con nocturnidad y alevosía aunque seamos tachados de poesía negra, maldita o inmaculada que tenga como objetivo sólo leer y disfrutar de ella sin más remilgos.
Una tertulia es como una gran familia, hay que perdonar, hay que escuchar y ser escuchado, a veces poco, a veces mucho, a veces ya se sabe quién lleva la voz cantante pero el tertuliano, no el político, sino el literario debería saber comunicarse, con respeto, una cura de humildad y poca crítica no le iría mal a nadie.
Tertulias las hay y las habrá siempre, sobre todo de hombres, hasta que la mujer se entremeta mejor a dar su opinión, si la dejan, sabemos que sólo el varón tenía derecho a opinar y a pasar según a qué espacios, llamémosles casinos, bares, cafés, espacios varios donde el hombre y el arte podían expresarse más o menos libremente.
Tertulias las habrá siempre de cualquier modo pero no saquemos trapos sucios de cada sesión, ni la hagamos paralela, por pecaminosa que sea, a la calle, no tendamos trapos familiares, ni literarios, porque solo demostraremos que no valemos ni para ir de tertuliano a ningún lado.
Un gran poeta se acerca a una nueva tertulia con su bagaje de versos traducidos a otro idioma derivado del latín, el idioma al que todos debemos algo. Las tertulias proliferan, se hacen nuevas a pesar de los siglos y de las discusiones, larga vida a las tertulias, larga vida al poeta y a los tertulianos. Mi seudónimo de hoy: “Mestre das palavras”. El del poeta: “El hombre que se creía Marco Polo”.