Agri-cultura

Soy hija de agricultor, decía la profesora con cara de circunstancias. ¡Y yo!, decía una segunda. ¡Y yo!, decía una tercera. ¡Yo he sembrado patatas!, volvía a la carga la primera. ¡Y yo he ido a la vendimia y también a sembrar!, se armaba de valor levantando la voz la segunda. ¡Y yo he ido a la aceituna, anda que no pasaba frío!, constataba con sus recuerdos y nostálgica pena la tercera. Y coincidían en que los agricultores y agricultoras llevaban razón  para manifestarse, había que apoyarlos.

Les enseñaron cursos sobre tecnología. A regañadientes se formaron con ordenadores y móviles, porque si no, no hubieran podido llegar a las burocráticas solicitudes de subvenciones, las que dicen regular cultivos agroalimentarios en todo un continente pero que también tiran por tierra, ¡quién lo diría!, cosechas enteras sin poder comercializarlas.  Muchos de esos agricultores jóvenes son nativos digitales, algunos llegaron al campo por su negativa a formarse en otras profesiones; pero otros no, otros lo han heredado como los hijos heredan las profesiones de sus padres y aman el campo y les gustaría vivir de él.

Pero, ¿cómo es ese campo actualmente? Del agri (campo) y cultura (cultivo) nos llega el significado explícito de la palabra agricultura, si me permiten la broma, aunque no estemos para ellas, con estos significados apelo a las desventuras del agri campo y a los niños cultivados en los jardines de infancia del maestro Fröbel. Ya en serio, el campo es diverso y complicado. Una forma de vida.

Con amor a la tierra o renegando de ella tienen lo que tienen: tierra, agua y cielo. Ahora la tecnología les ayuda a unirse y concentrarse. Han conseguido gran poder de convocatoria. Es difícil movilizar a cientos de tractores, sufridos mamotretos de color verde, rojo y amarillo. Tractores verdes que parecen salir inmaculados de una feria del campo. Tractores rojos, como el de mi padre, al que se subía con agilidad y llegó a la capital, no precisamente a manifestarse; ¡ojalá lo hubiera hecho!, hubiera sufrido menos al ver cosechas enteras de hortalizas perdidas, cuando no había Unión Europea ni ningún arreglo para el campo. Luego están los tractores amarillos, los que nos sirven para el ocio, para sonreír al escuchar la canción del tractor descapotable que sirve para enamorar, bucólicamente si acaso. Pese a quien pese, el tractor es el símbolo de la agricultura moderna del siglo XX, es el que hace más fácil trabajar el campo sembrando, cosechando, labrando, trillando, etc. No podría ser de otra manera, debían sacar sus vehículos descapotables a las carreteras, a sabiendas que molestarían a niños y mayores, porque tampoco para el agricultor ha sido cómodo salir hasta ellas.

El agricultor se pasa media vida mirando al cielo por la falta de lluvia. Sube y baja la vista tantas veces del surco a la nube que se da cuenta que es importante y útil gritar la injusticia frente a otros colectivos no agroalimentarios.

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