Un pueblo es según la cantante María Ostiz “más que una maleta perdida en la estación del tiempo…”. Y eso que algunas estaciones de tren de muchos pueblos han sido anuladas o reducida su actividad transportadora a niveles mínimos. Aunque después en la misma canción la cantante navarra nos sugiere que no se gana un pueblo “dando una palmada a su paisaje”, “ni con un disfrazarse de poeta”, “ni con una frase”, ni con “aprender su lenguaje”. Y eso es lo que quizá ha ocurrido en los últimos tiempos o se ha pretendido hacer con ellos.
Al pueblo siempre se le llama así, pueblo, entra en una categoría especial en que ni siquiera tiene nombre, es el pueblo, el pueblo que tenemos todos y ahí entran, en un cajón de sastre, hasta en eso se ha defenestrado al pueblo.
Luego está lo bien que se divierten en ellos en fiestas, la libertad de la que se goza de horarios y actividades para niños, el orgullo con que se carga cuando se viene de ellos, la envidia que despierta en otros urbanitas que no tienen la suerte de tener ese pueblo. Era y es para muchos un complemento del que tirar, aprovechar que acerca a las raíces y a la diversión, al reencontrarse con uno mismo y con los amigos y familiares, aunque sean lejanos.
Antes de los tiempos del Covid, o de la Covid, ya esté mal llamado el vocablo en masculino, o femenino o neutro, y que tanto fastidia en la salud por igual a los de uno y otro sexo, sobre todo si son mayores, los pueblos ya venían lanzando su grito de abandono, de dejadez de funciones y servicios, sobre todo educativos, sanitarios y de recursos. Con la anterior crisis se cerraron escuelas, centros de salud, bibliotecas, y por consiguiente tiendas, bares, negocios, servicios, restaurantes, etc.
Surgieron pueblos valientes, alejados de las grandes ciudades, ofrecidos a la cultura, al arte, a la fiesta… La idea venía de la vieja Europa. Se inventaron los pueblos temáticos como el de Urueña, ya reseñado por aquí, gracias a convertirse en el pueblo español con más librerías.
A un pueblo “se le gana con respeto” nos sigue diciendo María Ostiz, y alguien pensó que los migrantes podrían repoblarlos ya que los autóctonos abandonaban los pequeños lugares, pero tienen todo el derecho a buscarse la vida legalmente donde mejor la haya. Pero sí que pudiera ser parte de la solución “anticovid” volver a ellos con orgullo, que podamos no sentirnos obligados a tomar transportes hacinados, ni a vivir en ciudades o capitales monstruos de aire viciado.
La canción nos dice que abramos ventanas y respiremos y tomemos la sonrisa del aire, ojalá podamos llevar una vida rural muy activa en los pueblos, con orgullo de estar en ellos a gusto, no tener que responder a la mal llamada brutalidad de sus vecinos o a la nunca vulgar apariencia de catetos y palurdos porque hay sabiduría. Construyamos ladrillos de esperanza en tierra vacua.