Que el siete, no el ocho, que quién lo sabe mejor si ella o su propia madre; que termina en siete, no, en ocho, que lo recuerda de repetirlo en el colegio, y en la solemne Coronación de la Virgen de Las Nieves con el infante don Jaime y vivas a la Virgen y al Rey en octubre, también octubre, andaba de la mano, decían; que era muy niña y se cansaba en esa fiesta, decía ella, y nadie la escuchaba. Que su novio se aliaba con su madre para contrariarla con o sin razón. Y las ganas de llevar razón se contagiaban a medida que iban naciendo los hijos. Eterna discusión familiar que solucionábamos con sonrisas, ironías, cálculos de calendario, más risas y algo más.
Pero qué importa si nació en uno u otro año, quizá daríamos nuestro tiempo ahora si fuera preciso para cerciorarnos de la pequeña diferencia; luego el tiempo que todo lo controla hasta el final, nos constata que nació en la antesala de una crisis mundial y se nos ha ido en otra. Con crisis o sin ella, recordaba con nostalgia cuando iba con su padre al campo y a los pueblos en carro a buscar fruta, y era tan delgada y ágil como una gacela, me decía, y se subía y bajaba muchas veces del carro, mientras padre la observaba orgulloso de sus enésimos brincos. Menudo artefacto, el carro, la mayoría de sus doce nietos no habrán visto uno en su vida como el de su bisabuelo. Un bisabuelo, para ella padre querido, comprensivo, respetado… El mosto de su trabajo olía y corría por las galerías, por los corrales y soportales de la gran casa, llegaba del jaraíz y se vertía hasta las calientes calderas y de ahí a las latas del mostillo.
Pero luego la guerra, la tienda de ultramarinos, la del mercado… Siempre el aroma de las frutas rodeó su infancia y adolescencia. Aquella foto antigua con su abuelo y sus hermanos niños, el pastor sabio y culto, le recordaba sus mejores años. Después la adolescencia, los bordados, las amigas que duran, el barrio, los muchos pretendientes, su gran belleza, su gran melena, la postguerra, su primer viaje a Madrid, sus grandes ojos, y ella en el Retiro madrileño como una famosa actriz de cine, como una auténtica diosa -tendría que buscar esa foto-, impresionante y radiante con vida nueva.
Luego el amor, el matrimonio, los hijos, que te lo quitan todo y a veces a lo mejor algo recibes… El campo, la gran familia que por un lado merma y por otro crece. Las casas donde vivimos son importantes, dejamos la marca en ellas, o ellas nos marcan su signo entre el suelo y el techo, sobre la cal y los cantos, las casas hablan y expresan a través de los barrios, lugares de vida con sus grandes patios, sus blancas fachadas, sus negras y frías noches de invierno, sobre todo para criar con dificultades a tanta y seguida prole. De enfermera de su madre a enferma, y viuda, y el nieto que se va, y el nido que se aligera al tiempo que llega el deterioro para ofrecer otra vida diferente, pero alegre y feliz dentro de lo posible.
De verdad que su nombre, Carmen, suena bien, sobre todo cuando es pronunciado por sus vecinas de uno y otro barrio, por los primos, hermanos, sobrinos, amigas, compañeras, yernos y nueras, cuidadoras, médicos, … Para mí, para nosotros los seis hermanos, simplemente es nuestra bonita y preciosa mami.